Confesiones de una viuda joven: Capítulo III – Machado de Assis

«Confissões de uma viúva moça«, de Joaquim Maria Machado de Assis.

Traducido por Pablo Alejos Flores.


En el capítulo anterior, aparece un hombre misterioso, un «admirador» de la joven autora de estas cartas. A través de una carta, él revela estar «desesperado» y espera que ella comprenda y abrace su amor. Como el esposo solía brindarle más atención al trabajo y el estudio, ella se siente sola y dice para sí:

Sentí una lágrima rodar por mi cara. No era la primera lágrima de amargura. ¿Sería la primera advertencia del pecado?

Leer el Capítulo II de Confesiones de una viuda joven.


Transcurrió un mes.

No hubo, durante ese tiempo, cambio alguno en casa. Ninguna carta volvió a aparecer, y mi vigilancia, que era extrema, se volvió del todo inútil.

No podía olvidarme del incidente de la carta. ¡Si eso fuese todo! Las primeras palabras volvían incesantemente a mi memoria; después, las otras, las otras, todas. ¡Yo me sabía la carta de memoria!

¿Recuerdas? Una de mis vanidades era tener la memoria eficaz. Hasta en este dote era castigada. Aquellas palabras me atolondraban, hacían arder mi cabeza. ¿Por qué? ¡Ah! ¡Carlota!, es que yo encontraba en ellas un encanto indefinible, encanto doloroso, porque estaba acompañado de un remordimiento, pero encanto del que yo no me podía librar.

No era el corazón que se comprometía, era la imaginación. La imaginación me tentaba; la lucha del deber y de la imaginación es cruel y peligrosa para los espíritus débiles. Yo era débil. El misterio fascinaba a mi fantasía.

En fin, los días y las diversiones pudieron desviar mi espíritu de aquel pensamiento único. Al cabo de un mes, si bien yo no había olvidado enteramente al misterioso y a su carta, estaba, no obstante, bastante tranquila para reírme de mí y de mis temores.

En la noche de un jueves, unas personas se encontraban en mi casa, y muchas de mis amigas, menos tú. Mi marido no había vuelto y su ausencia no era notada ni sentida, visto que, a pesar de ser un franco caballero, no tenía el don particular de un comensal para tales reuniones.

Habíamos cantado, tocado, conversado; reinaba en todos la más franca y expansiva alegría; el tío de Amélia, Azevedo, hacía reír a todos con sus excentricidades; Amélia arrebataba aplausos a todos con las notas de su garganta celestial; estábamos en un intervalo, esperando la hora del té.

Se anunció mi marido.

No venía solo. A su lado venía un hombre alto, delgado, elegante. No pude reconocerlo. Mi marido se adelantó, y en medio del silencio general vino a presentármelo.

Oí de mi marido que nuestro comensal se llamaba Emílio ***.

Fijé en él una mirada y retuve un grito.

¡Era él!

Mi grito fue sustituido por un gesto de sorpresa. Nadie lo percibió. Pareció que él lo percibió menos que nadie. Tenía los ojos fijados en mí, y con un gesto grácil me dirigió algunas palabras de aduladora cortesía.

Respondí como pude.

Prosiguieron las presentaciones, y durante diez minutos hubo un silencio de retraimiento en todos.

Todos los ojos volteaban hacia el recién llegado. Yo también volteé los míos y pude percibir en aquella figura, en la que todo estaba bien dispuesto para atraer las atenciones: una cabeza hermosa y altiva, una mirada profunda y magnética, maneras elegantes y delicadas, cierto aire distinguido y propio que contrastaba con el aire presumido y insulsamente medido de los otros jóvenes.

Esta inspección, de mi parte, fue rápida. Yo no podía, ni me convenía encontrar la mirada de Emílio. Volví a bajar los ojos y esperé ansiosa que la conversación volviese de nuevo a su curso.

Mi marido se encargó de darle el tono. Infelizmente, el nuevo comensal aún era el motivo de la plática general.

Nos enteramos entonces de que Emílio era un provinciano, hijo de padres opulentos, que había recibido una distinguida educación en Europa, donde no hubo ni un solo rincón que no visitase.

Había vuelto hace poco tiempo a Brasil, y antes de ir a provincia había determinado pasar un tiempo en Río de Janeiro.

Fue todo cuanto nos enteramos. Llegaron las mil preguntas sobre los viajes de Emílio, y este, con la más amable diligencia, satisfacía la curiosidad general.

Solo yo no era curiosa. Es que no podía articular ni una palabra. Pedía interiormente la explicación de este romance misterioso, iniciado en un corredor del teatro, seguido en una carta anónima y en la presentación en mi casa por medio de mi propio marido.

De cuando en cuando levantaba los ojos hacia Emílio y lo encontraba tranquilo y frío, respondiendo decentemente a las interrogaciones de los demás y narrando él mismo, con una gracia modesta y natural, alguna de sus aventuras de viaje.

Se me ocurrió una idea. ¿Sería realmente él el misterioso del teatro y de la carta? Al principio me pareció que sí, pero yo podía haberme equivocado; ya no tenía las facciones del otro hombre presente en mi memoria; me parecía que las dos criaturas eran una y la misma; pero ¿no podía explicarse la equivocación por una semejanza milagrosa?

De reflexión en reflexión, se me fue corriendo el tiempo, y yo observaba la plática de todos como si no estuviese presente. Llegó la hora del té. Después todavía se cantó y se tocó. Emílio oía todo con atención religiosa y se mostraba tan apreciador del gusto como era conversador discreto y pertinente.

Al terminar la velada había cautivado a todos. Mi marido, sobre todo, estaba radiante. Se veía que él se consideraba feliz por haber hecho el descubrimiento de un amigo más para sí y un compañero para nuestras reuniones de familia.

Emílio salió prometiendo volver algunas veces.

Cuando yo me hallé a solas con mi marido, le pregunté:

—¿De dónde conoces a este hombre?

—Es una perla, ¿no? Me lo presentaron en la oficina hace días; simpaticé en seguida; parece ser dotado de buena alma, es vivo de espíritu y discreto como el buen sentido. No hay nadie a quien no le agrade…

Y como yo lo oía seria y tranquila, mi marido se interrumpió y me preguntó:

—¿Hice mal en traerlo aquí?

—¿Mal, por qué? —pregunté yo.

—Por nada. ¿Qué mal sería? Es un hombre distinguido…

Puse fin al nuevo elogio del joven llamando a un esclavo para dar algunas órdenes.

Y me retiré a mi cuarto.

El sueño de esa noche no fue el sueño de los justos, puedes creerlo. Lo que me irritaba era la preocupación constante en la que yo andaba después de estos acontecimientos. Yo ya no podía huir enteramente de esa preocupación: era involuntaria, me subyugaba, me arrastraba. Era la curiosidad del corazón, esa primera señal de las tempestades en la que sucumbe nuestra vida y nuestro futuro.

Parece que aquel hombre leía mi alma y sabía presentarse en el momento más apropiado para ocupar mi imaginación como una figura poética e imponente. Tú, que lo conociste después, dime si, dadas las circunstancias anteriores, ¡no era para producir esta impresión en el espíritu de una mujer como yo!

Como yo, repito. Mis circunstancias eran especiales; si no lo supiste nunca, lo sospechaste al menos.

Si mi marido tuviese en mí a una mujer, y si yo tuviese en él a un marido, mi salvación era segura. Pero no era así. Entramos en nuestro hogar nupcial como dos viajantes extraños en un albergue, y a los cuales la calamidad del tiempo y la hora avanzada de la noche los obliga a aceptar posada bajo el techo del mismo aposento.

Mi matrimonio fue resultado de un cálculo y de una conveniencia. No inculpo a mis padres. Ellos pensaban en hacerme feliz y murieron en la convicción de que lo era.

Yo podía, a pesar de todo, encontrar en el marido que me daban un motivo de felicidad para todos mis días. Para eso bastaba que mi marido viese en mí una alma compañera de su alma, un corazón socio de su corazón. No sucedía esto; mi marido entendía el matrimonio al modo de la mayor parte de la gente; veía en él la obediencia a las palabras del Señor en el Génesis.

Fuera de eso, me rodeaba de cierta consideración y dormía tranquilo en la convicción de que había cumplido con su deber.

¡El deber!, este era mi último recurso. Yo sabía que las pasiones no eran soberanas y que nuestra voluntad puede vencerlas. Con respecto a esto, yo tenía en mí fuerzas suficientes para repeler ideas malas. Pero no era el presente que me sofocaba y atemorizaba; era el futuro. Hasta entonces aquel romance influía en mi espíritu por causa de la circunstancia del misterio en que venía envuelto; la realidad tendría que abrirme los ojos; me consolaba la esperanza de que yo triunfaría sobre un amor culpado. Pero ¿podría, en ese futuro, cuya proximidad yo no calculaba, resistir convenientemente a la pasión y salvar intactas mi consideración y mi conciencia? Esta era la cuestión.

Ahora, en medio de estas oscilaciones, yo no veía la mano de mi marido extenderse para salvarme. Por el contrario, en la ocasión en que quemé la carta y me lancé a él, recuerda que él me rechazó con una palabra de enfado.

Esto pensé, esto sentí, en la larga noche después de la presentación de Emílio.

Al día siguiente estaba fatigada de espíritu; pero, ya sea la calma o la postración, sentí que los pensamientos dolorosos que me habían torturado durante la noche se desvanecieron a la luz de la mañana, como verdaderas aves de la noche y de la soledad.

Entonces un rayo de luz irrumpió en mi espíritu. Era la repetición del mismo pensamiento que volvía a mí en medio de las preocupaciones de aquellos últimos días.

¿Por qué temer?, yo me decía. Soy una triste miedosa; y me fatigo creando montañas para caer extenuada en medio de la planicie. ¡Epa!, ningún obstáculo se opone a mi camino de mujer virtuosa y considerada. Este hombre, si es el mismo, no pasa de un mal lector de novelas realistas. Es el misterio que le da algún valor; visto de más cerca ha de ser vulgar o hediondo.


Gracias por leer hasta aquí, en ocho días publicaré la traducción del capítulo IV. Comparte este capítulo si te gustó, de esa manera apoyas este proyecto, también puedes donar y seguirme en mis redes para estar al tanto del blog. ¡Buena lectura!

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