«Confissões de uma viúva moça«, de Joaquim Maria Machado de Assis.
Traducido por Pablo Alejos Flores.
En el capítulo anterior, la viuda joven —que está en Petrópolis— envía una carta a una de sus amigas en Río de Janeiro. En esa carta revela que tiene mucho por aclarar, hubieron cosas en el pasado que quedaron sin resolver. ¿Por qué se mudó? ¿Por qué esperó tanto tiempo para revelar lo sucedido?
Leer el Capítulo I de Confesiones de una viuda joven.
Sucedió cuando aún mi marido vivía.
Río de Janeiro estaba entonces lleno de espíritu y no tenía esta cruel monotonía que yo siento aquí a través de tus cartas y de los periódicos a los cuales estoy suscrita.
Mi casa era un punto de reunión de algunos jóvenes desenvueltos y algunas chicas elegantes. Yo, reina electa por voto universal… de mi casa, presidía los saraos familiares. Fuera de casa, teníamos los teatros animados, las fiestas de las amigas, mil otras distracciones que daban a mi vida ciertas alegrías exteriores en falta de las íntimas, que son las únicas verdaderas y fecundas.
Si yo no era feliz, vivía alegre.
Y aquí va el comienzo de mi novela.
Un día, mi marido me pidió como obsequio especial que yo no fuese por la noche al cabaré Lírico. Él decía que no podía acompañarme por ser víspera de salida del paquebote.
El pedido era razonable.
Pero no sé qué espíritu malo me susurró al oído y yo respondí perentoriamente que tenía que ir al teatro, y con él. Insistió en el pedido, insistí en el rechazo. Poco bastó para que yo juzgase mi honra empeñada en aquello. Hoy veo que era mi vanidad o mi destino.
Yo tenía cierta superioridad sobre el espíritu de mi marido. Mi tono imperioso no admitía rechazo; mi marido cedió a pesar de todo, y por la noche fuimos al cabaré Lírico.
Había poca gente y los cantantes estaban resfriados. Al término del primer acto, mi marido, con una sonrisa vengativa, me dijo estas palabras riéndose:
—Sabía que pasaría esto.
—¿Esto? —pregunté yo frunciendo la frente.
—Este espectáculo deplorable. Hoy hiciste de nuestra venida al teatro un capítulo de honra; creo ver que el espectáculo no correspondió a tu expectativa.
—Por el contrario, creo que es magnífico.
—Está bien.
Debes comprender que yo tenía interés en no darme por vencida; pero cree fácilmente que, en el fondo, yo estaba perfectamente aborrecida del espectáculo y de la noche.
Mi marido, que no osaba replicar, se calló con aire de vencido, y adelantándose un poco al frente del palco recorrió con el binóculo las filas de los pocos palcos del frente en que había gente.
Yo reculé mi silla y, apoyada a la división del palco, miraba hacia el corredor viendo a la gente que pasaba.
En el corredor, exactamente en frente de la puerta de nuestro palco, un sujeto estaba apoyado, fumando, y con los ojos fijados en mí. No lo noté al principio, pero la insistencia me obligó a hacerlo. Lo miré para ver si era algún conocido nuestro que esperaba a ser descubierto con el fin de venir entonces a saludarnos. Su informalidad podía explicar este juego. Pero no lo reconocí.
Después de unos segundos, viendo que él no quitaba los ojos de mí, desvié los míos y los clavé en el telón y en la platea.
Mi marido, habiendo terminado la evaluación de los palcos, me dio el binóculo y se sentó al fondo, delante de mí.
Intercambiamos unas palabras.
Al cabo de un cuarto de hora la orquesta comenzó con los preludios para el segundo acto. Me levanté, mi marido acercó la silla al frente, y en ese entretanto lancé una mirada furtiva hacia el corredor.
El hombre estaba allá.
Le dije a mi marido que cerrase la puerta.
Comenzó el segundo acto.
Entonces, por un espíritu de curiosidad, busqué ver si mi observador se acercaba a las sillas. Quería conocerlo mejor en medio de la multitud.
Pero, o porque no entraba, o porque yo no había observado bien, lo que es cierto es que no lo vi.
Corrió el segundo acto, más aburrido que el primero.
En el intervalo reculé de nuevo la silla, mi marido, con el pretexto de que hacía calor, abrió la puerta del palco.
Lancé una mirada hacia el corredor.
No vi a nadie; pero de ahí a pocos minutos llegó el mismo individuo, colocándose en el mismo lugar, y fijó en mí los mismos ojos impertinentes.
Somos todas vanidosas de nuestra belleza y deseamos que el mundo entero nos admire. Es por eso que muchas veces tenemos la indiscreción de admirar el cortejo más o menos arriesgado de un hombre. Pero hay una manera de hacerlo que nos irrita y nos asusta; nos irrita por impertinente, nos asusta por peligroso. Es lo que sucedía en aquel caso.
Mi admirador insistía de modo tal que me llevaba a un dilema: o él era víctima de una pasión loca, o poseía la audacia más descarada. En cualquiera de los casos no era conveniente que yo animase sus adoraciones.
Hice estas reflexiones en cuanto transcurría el tiempo del intervalo. Iba a comenzar el tercer acto. Esperé que el mudo perseguidor se retirase y le dije a mi marido:
—¿Vámonos?
—¡Ah!
—Tengo sueño simplemente; pero el espectáculo está magnífico.
Mi marido hizo una observación que no me esperaba.
—Si está magnífico, ¿cómo te da sueño?
No le di respuesta.
Salimos.
En el corredor encontramos a la familia de Azevedo que volvía de una visita a un palco conocido. Me demoré un poco para abrazar a las señoras. Les dije que tenía un dolor de cabeza y que me retiraba por eso.
Llegamos a la puerta de la Rua dos Ciganos.
Ahí esperé el carro por unos minutos.
¿Quién habrá sido aquel hombre apoyado ahí, en el portal del frente?
El misterioso.
Me enfurecí.
Cubrí mi rostro lo más que pude con mi capucha y esperé el carro, que llegó luego.
El misterioso se quedó allá tan insensible y tan mudo como el portal en el que estaba apoyado.
Durante el viaje, la idea de aquel incidente no salió de mi cabeza. Fui despertada de mi distracción cuando el carro paró a la puerta de la casa, en la calle de Mata-cavalos.
Me quedé avergonzada de mí misma y decidí no pensar más en lo que había pasado.
Pero ¿me creerás tú, Carlota? Dormí media hora más tarde de lo que se suponía, mi imaginación insistía tanto en volver a mostrarme el corredor, el portal y mi admirador platónico.
Al día siguiente pensé menos. Al cabo de ocho días me había barrido del espíritu aquella escena, y yo daba gracias a Dios por haberme salvado de una preocupación que podía serme fatal.
Quise acompañar al auxilio divino decidiendo no ir al teatro durante un tiempo.
Me sometí a la vida íntima y me limité a la distracción de las reuniones por la noche.
Sin embargo, estaba próximo el día del cumpleaños de tu hijita. Recordé que, para formar parte de tu fiesta de familia, había comenzado un mes antes un trabajito. Era necesario terminar de confeccionarlo.
Un jueves por la mañana mandé que traigan los adornos de mi obra e iba a continuarla, cuando descubrí en medio de una madeja de lana un envoltorio azul cerrando una carta.
Aquello me pareció extraño. La carta no tenía indicación alguna. Estaba sellada y parecía esperar a que la abriese la persona a quien estaba dirigida. ¿Quién sería? ¿Sería mi marido? Acostumbraba a abrir todas las cartas que le eran dirigidas, no dudé. Rompí el envoltorio y descubrí el papel color rosa que venía dentro.
La carta decía:
No se sorprenda, Eugênia; este medio es el del desespero, este desespero es el del amor. La amo, y mucho. Hasta cierto tiempo busqué huir de usted y sofocar este sentimiento; ya no puedo más. ¿No me vio en el cabaré Lírico? Era una fuerza oculta e interior que me llevaba allí. Desde entonces no la vi más. ¿Cuándo la veré? Aunque no la vea, paciencia; pero que su corazón palpite por mí un minuto cada día, es lo suficiente para un amor que no busca ni las venturas del goce, ni las galas de la publicidad. Si la ofendo, perdone a un pecador; si puede amarme, hágame un dios.
Leí esta carta con la mano trémula y los ojos nublados; y hasta dentro de unos minutos después no sabía qué era de mí.
Se cruzaban y se confundían mil ideas en mi cabeza, como esos pájaros negros que pasan de largo en bandadas por el cielo en las horas próximas a la tempestad.
¿Sería el amor el que había movido la mano de aquel incógnito? ¿Sería simplemente aquello un medio del seductor calculado? Yo lanzaba una mirada vaga alrededor y temía ver entrar a mi marido.
Tenía el papel delante de mí y aquellas letras misteriosas me parecían otros tantos ojos de una serpiente infernal. Con un movimiento nervioso e involuntario arrugué la carta en mis manos.
Si Eva le hubiese hecho lo mismo a la cabeza de la serpiente que la tentaba, no habría pecado. Yo no podía estar segura del mismo resultado, porque la serpiente que ahí se me aparecía, por cada cabeza que yo aplastaba, podía, como la Hidra de Lerna, brotar muchas otras cabezas.
No pienses que en esa ocasión yo hacía esta doble evocación bíblica y pagana. En aquel momento, no reflexionaba, desvariaba; solo mucho tiempo después pude conectar dos ideas.
Dos sentimientos actuaban en mí: primeramente, una especie de terror que infundía el abismo, abismo profundo que yo presentía tras aquella carta; además, una vergüenza amarga de ver que yo no estaba tan alta en la consideración de aquel desconocido, lo cual podría haberlo disuadido del medio que empleó.
Cuando mi espíritu se calmó es que yo pude hacer la reflexión que debía socorrerme desde el principio. ¿Quién pondría ahí aquella carta? Mi primer movimiento fue para llamar a todos mis sirvientes. Pero luego me detuvo la idea de que, mediante una simple interrogación, nada podría deducir y la carta quedaba divulgada o encontrada. ¿De qué valía eso?
No llamé a nadie.
Sin embargo, me decía a mí misma: «Lo que hizo fue audaz; podía fallar en cada trámite; ¿qué motivo tuvo aquel hombre para dar este paso? ¿Sería amor o seducción?».
Volviendo a este dilema, mi espíritu, a pesar de los peligros, se complacía en aceptar la primera hipótesis: la que respetaba mi consideración de mujer casada y mi vanidad de mujer hermosa.
Quise adivinar leyendo la carta de nuevo: la leía, no una, sino dos, tres, cinco veces.
Una curiosidad indiscreta me enganchaba a aquel papel. Hice un esfuerzo y decidí aniquilarlo, protestando que la segunda vez que pase lo mismo ningún esclavo o criado se quedaría en casa.
Atravesé la sala con el papel en mi mano, me dirigí a mi sala de estudio, donde encendí una vela y quemé aquella carta que me quemaba las manos y la cabeza.
Cuando la última chispa del papel ennegreció y voló, sentí pasos atrás de mí. Era mi marido.
Tuve un movimiento espontáneo: me lancé en sus brazos.
Él me abrazó con cierto espanto.
Y cuando mi abrazo se prolongaba sentí que él me rechazaba diciéndome con blandura:
—¡Ya, mira que me ahogas!
Retrocedí.
Me entristeció ver a aquel hombre, que podía y debía salvarme, no comprender, por instinto al menos, que si yo lo abrazaba tan estrechamente era como si me aferrase a la idea del deber conyugal.
Pero este sentimiento que me apretaba el corazón pasó por un momento para dar lugar a un sentimiento de miedo. Las cenizas de la carta aún estaban en el suelo, la vela permanecía encendida en pleno día; era suficiente para que él me interrogase.
¡Ni por curiosidad lo hizo!
Dio dos pasos en la sala de estudio y salió. Sentí una lágrima rodar por mi cara. No era la primera lágrima de amargura. ¿Sería la primera advertencia del pecado?
Gracias por leer hasta aquí, en ocho días publicaré la traducción del capítulo III. Comparte este capítulo si te gustó, de esa manera apoyas este proyecto, también puedes donar y seguirme en mis redes para estar al tanto del blog. ¡Buena lectura!