Trilce Prólogo IV La vida circunstancial del hombre

Transcripción

Trilce

IV La vida circunstancial del hombre

Por el tiempo en que el poeta rompe a decir sus primeros ritmos, en oscura ciudad de América, en Trujillo, aldea agraria y de universitarias presunciones, de vida sosegada y mansa, como sus verdes y estáticos cañaverales, nace la acendrada fraternidad, que nunca hubo de declinar, entre el que estas palabras escribe y el mágico creador de “Trilce”. Era él un humilde estudiante serrano, con modestas ansias de doctorarse, como tantos pobres indios que engulle despiadadamente, la Universidad. Recuerdo aquel día, vívido y florecido aun en mi corazón, en que el azar me trajo a las manos “Aldeana”, pequeño poemita rural, de deleitoso ambiente cerril y campesino. Fue el “sésamo ábrete” que me franqueó la abismática riqueza del artista. Mi admiración y mi amor rindiéronse genuflexos ante el indio maravilloso. Comenzaba a forjarse, a yunque cordial y a puro martillo de vida, “Los Heraldos Negros”.
En torno a una mesa de café o de restorán, previo un ansioso inquirimiento, casi siempre infructuoso por nuestros magros bolsillos de estudiantes, para allegar los dineros con que habíamos de pagar el viático y el vino, reuníamos José Eulogio Garrido, aristofánico y buenamente incisivo; Macedonio de la Torre, de múltiples y superiores facultades artísticas, perpetuamente distraído y pueril; Alcides Spelucín, uncioso y serio como un sacerdote; César A. Vallejo, de enjuto, bronceado y enérgico pergeño, con sus dichos y hechos de inverosímil puerilidad; Juan Espejo, niño balbuceante y tímido aún; Oscar Imaña, colmado de bondad cordial y susceptible exageradamente a las burlas y pullas de los otros; Federico Esquerre, bonachón manso, irónico, con la risa a flor de labio; Eloy Espinosa, a quien llamábamos “el Benjamín”, con su desorbitada y ruidosa alegría de vivir; Leoncio Muñoz, de generoso y férvido sentido admirativo; Víctor Raúl Haya de la Torre, en quien se apuntaban ya sus excepcionales facultades oratorias; y dos o tres años después, Juan Sotero, de criolla y aguda perspicacia irónica; Francisco Sandoval dueño de pávidos y embrujados poderes mediumínicos; Alfonso Sánchez Urteaga, pintor de gran fuerza, demasiado mozo, que tenía pegado aún a los labios el dulzor de los senos maternos, y algunos otros muchachos de fresco corazón y encendida fantasía. Este ha sido y este es el hogar espiritual del poeta.
Otro día, el ágape fraterno solíase consumar, a base de cabrito y chicha, ante el sedante paisaje de Mansiche y en la humilde vivienda de algún indio. Frescas mozas de ojos ingenuos y de formas elásticas presentábannos las criollas viandas. Se llamaban Huamanchumo, Piminchumo, Anhuaman, Ñique. Servidos éramos por auténticas princesas de la más clara y legítima estirpe chimú, descendientes directos de los poderosos y magníficos curacas de Chanchán.
La playa de Huamán solitaria y solemne, de olas voraces y traidoras, solía también ser el escenario de estas líricas y férvidas juntas moceriles. Recitábanse allí a Darío, Nervo, Walt Whitman, Verlaine, Paul Fort, Saiman, Materlinck y tantos otros que poblaban de aladas y melódicas palabras la sonoridad inarticulada del mar, que abría a nuestra fantasía viajera sus “caminos innumerables”.
Rondas nocturnas, pensativas y de encendida cordialidad, unas; gárrulas y alborotadas, otras. Más de una vez la algarada juvenil turbó el sueño tranquilo de la vieja ciudad provinciana. Con frecuencia los amaneceres sorprendíannos en estos trajines que tenían un adulzorado sabor romántico, apagando como de un soplo, la feérica fogata de nuestros ensueños.
La despreocupada irreverencia moceril que no se curaba de eminencias universitarias, ni de las consagradas y oficiales sabidurías de pupitre, tuvo que provocar, como provocó, una tensa hostilidad ambiente. La docta suficiencia de catedráticos aldeanos cuya cultura literaria bastante humilde apenas podía digerir algunas estrofas sueltas de Núñez de Arce y de Espronceda, y cuya curiosidad mental se alimentaba, o mejor, se había alimentado hacía treinta años, con las novelas de Pérez Escrich, Julio Verne y Alejandro Dumas, se irritó con las audacias y las zumbas de los mozos. El poeta de “Los Heraldos Negros” y de “Trilce” fue la víctima propiciatoria de los más ineptos e ineficaces ataques que no estaban desprovistos de cierta senil malignidad. Un buen señor que no sé si ha muerto ya y que si mal no recuerdo, se apellidaba Pacheco, digno émulo del de Quiroz, se hizo el instrumento pasivo de los otros, que no se atrevían a presentar batalla a cara descubierta. Así comenzó una heroica lucha que algunos años más tarde debía rendir tan pródigos frutos para la cultura y elevación mental de Trujillo.
Por este tiempo, conocimos un grupo de muchachas que nos brindaron gentil acogida. Las llamábamos con cierta intención, entre benévola y humorística, con nombres alegóricos o de la antigüedad clásica; ”Mirtho” era la del poeta. Una noche, mientras tomábamos un restaurador chocolate, los celos pusieron en manos del enamorado cantor un Smith &. Watson con el cual se proponía vengar el sentimental agravio. No pocos esfuerzos nos costó disuadirle de la medioeval y caballeresca empresa. Al día siguiente partió a Lima.
Llegaron horas negras. El poeta pensaba, por entonces, salir al extranjero. Tenía ya su viaje preparado, pero antes quiso, por última vez, visitar el pequeño pueblo donde había nacido, sentir el tibio y sedante abrazo de su hogar, en el cual no estaba ya la buena madre viejecita que, tantas mañanas y tantas tardes, esperó que los altos cerros cuyas faldas subrayó, al alejarse, la inquieta sombra del hijo, se lo devolvieran de nuevo. El hijo vino cuando los senos maternos eran ya ausencia definitiva. Aquí le esperaba la terrible y trágica prueba de su vida. Quien conozca el sórdido ambiente espiritual de los poblachos serranos en el Perú, se dará cuenta cabal de la maraña tinterillesca y lugareña en que cayó la ingenuidad del poeta. El claro varón que había nacido con los mayores dones de sensibilidad y de pureza ética, que era simple y bondadoso, como un niño, fue acusado de los más turbios crímenes. Abogado hubo que sostuvo ante el Tribunal la acusación de ladrón, de incendiario y hasta de homicida. Hubo otro, éste, camarada de estudios universitarios, que se prestó a fraguar la más inicua instrucción curialesca. Así se vengaba del genio la mediocre ineptitud abogadil. No quiero nombrar aquí a estos dos desdichados por no cubrirlos de ignominia. La generosidad del poeta también les ha perdonado ya.
Mientras la justicia ventilaba la causa, el acusado, con mandamiento de prisión, vivió los días más angustiosos y ásperos. Días de alarido interior y de bruno agravio. Tenía yo una minúscula casita de campo donde fue a refugiarse el perseguido. Largas noches de insomne pesadilla ante el paisaje estático y fúnebre, ante los encelados rumores del campo y ante los pávidos ojos de la noche muerta que eternizaba nuestra desesperanza. Hubieron, sin embargo, horas dulcificadas, las más de las veces, por la presencia fraternal de algunos de los muchachos que he nombrado antes y que iban a visitarnos.
Después de dos meses, el poeta comenzó a sentir temores de ser sorprendido y resolvióse a salir a otro lugar que ofrecía, al parecer, mayor seguridad. No fue como esperaba, porque al día siguiente cayó en manos de sus jueces que le condujeron a la cárcel.
La juventud intelectual de Trujillo y la prensa estallaron entonces en airado grito de protesta, iniciando una enérgica campaña de rehabilitación. Siguieron, luego, los artistas e intelectuales de Arequipa y Lima y la prensa de Chiclayo. El suceso tuvo dolorosa repercusión en todo el país. Aquí debo mencionar a un inteligente abogado, admirador del poeta, que se prestó, generosamente, a hacer la defensa, hombre valeroso y de gran corazón, el doctor Carlos A. Godoy.
Seis meses fueron de brava lucha, contra la morosidad y el rutinarismo de los organismos judiciales. Aquella hermandad de muchachos que parecía cosa frívola y epidérmica a los ojos fenicios, se irguió prepotente y bizarra contra la insidia, contra la calumnia y la difamación, contra el engranaje gastado y acuchillante de la justicia. Esta vez el acometimiento juvenil venció la modorra del Código, ante el pasmo y a pesar de los oficiantes mismos de la ley. Este hecho blasonó a Trujillo por sobre todos los pseudos blasones que suele ostentar.
El poeta, durante el tiempo que duró su prisión, mantúvose en tal dignidad y varonía que impuso respeto a todos. No imploró justicia reptando por los estrados judiciales, sí que la pidió y la exigió, verticalmente, como un hombre. Y al fin, la rehabilitación se produjo, plenaria, íntegra, absoluta.
En este oscuro periodo de dicterio el espíritu poeta crecióse superando su potencialidad creadora. Allí se astillaron, con sangre de su sangre, los mejores versos de “Trilce”. Donaba ritmos y mercaba agravios. Que América y la posteridad tengan en cuenta las ciciliadas lonjas cordiales que vale este libro.
Y ahora, el público que me permita retraerme para hablar en voz baja la palabra final, para secretear ternuras al hermano:
“Canta tus ritmos divinos, querido; cántalos siempre para que se abracen y se glicen como lianas a mis pensamientos; para que mis lágrimas, y mis alegrías y los más escondidos secretos de mi corazón, cuando busquen palabras para incorporarse, encuentren las tuyas, frescas edénicas y vivas; canta tus ritmos para que en la hora en que me suma en el mar de sombra y de callado imperio, me alargues tu mano musical, hermano…

ANTENOR ORREGO.

Trujillo, setiembre de 1922.

Fin de la parte cuarta.

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