«Luís Soares«, de Joaquim Maria Machado de Assis.
Traducido por Pablo Alejos Flores.
Una vez más comparto con ustedes un cuento de los cuentos de Machado, el nombre del personaje principal sería Luis Suárez en español, y ese título podría atraer más lectores, pero es mejor no practicar el clickbait a la deriva.
Esta historia es sobre los intereses y valores individuales que cambian intermitentemente con tal de conseguir riquezas. También destacan los aspectos de matrimonio por conveniencia, la herencia y la influencia de la clase alta carioca del siglo XIX.
Este cuento es parte de Contos Fluminenses o Cuentos de Río de Janeiro.
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CAPÍTULO PRIMERO
Cambiar el día por la noche, decía Luís Soares, es restaurar el imperio de la naturaleza corrigiendo la obra de la sociedad. El calor del sol está diciendo a los hombres que vayan a descansar y a dormir, al paso que la frescura relativa de la noche es la verdadera estación en la que se debe vivir. Libre en todas mis acciones, no quiero someterme a la ley absurda que la sociedad me impone: velaré de noche, dormiré de día.
Al contrario de varios ministerios, Soares cumplía con este programa con un escrúpulo digno de una gran consciencia. Para él la aurora era el crepúsculo, el crepúsculo era la aurora. Dormía doce horas consecutivas durante el día, es decir, desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde. Desayunaba a las siete y almorzaba a las dos de la madrugada. No cenaba. Su cena se limitaba a una taza de chocolate que su criado le daba a las cinco horas de la mañana cuando él entraba a la casa. Soares tragaba el chocolate, fumaba dos puros, hacía unos juegos de doble sentido con el criado, leía una página de una novela y se acostaba.
No leía periódicos. Pensaba que un periódico era la cosa más inútil de este mundo, después de la Cámara de Diputados, de las obras de los poetas y de las misas. Esto no quiere decir que Soares fuera ateo en cuanto a religión, política y poesía. No. Soares solo era indiferente. Miraba a todas las grandes cosas con la misma cara con la que veía a una mujer fea. Podía llegar a ser alguien muy perverso, hasta entonces solo era alguien muy inútil.
Gracias a una buena fortuna que le había dejado su padre, Soares podía gozar de la vida que llevaba, evitando todo tipo de trabajo y entregándose solamente a los instintos de su naturaleza y a los caprichos de su corazón. Tal vez corazón es demasiado. Era dudoso que Soares lo tuviera. Él mismo lo decía. Cuando una dama le pedía que él la amara, Soares respondía:
—Mi querida pequeña, yo nací con la gran ventaja de no tener absolutamente nada dentro del pecho ni dentro de la cabeza. Eso que llaman juicio y sentimiento son para mí verdaderos misterios. No los comprendo porque no los siento.
Soares añadía que la fortuna había suplantado a la naturaleza lanzándole en la cuna en la que nació una buena suma de millones de reales. Pero olvidaba que la fortuna, a pesar de ser generosa, es exigente, y quiere por parte de sus ahijados un esfuerzo propio. La fortuna no es danaide. Cuando ve que un tonel agota el agua que se le pone dentro, va a llevar sus cántaros a otra parte. Soares no pensaba en eso. Pensaba que sus bienes eran renacientes como las cabezas de la hidra antigua. Gastaba dadivosamente; y los millones de reales, tan difícilmente acumulados por su padre, escapaban de sus manos como pájaros sedientos por gozar del aire libre.
Por lo tanto, se encontró pobre cuando menos lo esperaba. Un día por la mañana, es decir, al avemaría, los ojos de Soares vieron escritas las palabras fatídicas del festín babilónico. Era una carta que el criado le había entregado diciendo que el banquero de Soares la había dejado a medianoche. El criado hablaba como el amo vivía: llamaba de mediodía a la medianoche.
—Ya te dije —respondió Soares— que yo solo recibo cartas de mis amigos o sino…
—De una chica, lo sé. Por eso no le he dado las cartas que el banquero ha traído hace un mes. Pero hoy, el hombre dijo que era indispensable que yo le diera esta.
Soares se sentó en la cama y preguntó al criado medio alegre y medio irritado:
—¿Entonces tú eres criado suyo o mío?
—Mi amo, el banquero dijo que se trata de un gran peligro.
—¿Qué peligro?
—No sé.
—Déjame ver la carta.
El criado le entregó la carta.
Soares la abrió y la leyó dos veces. La carta decía que el joven no poseía más que seis millones de reales. Para Soares, seis millones de reales eran menos que doscientos reales.
Por primera vez en su vida, Soares sintió una gran conmoción. La idea de no tener dinero nunca había pasado por su mente; no imaginaba que un día se encontrara en la posición de cualquier otro hombre que necesitaba trabajar.
Desayunó sin ganas y salió. Fue al Teatro Alcázar. Los amigos lo encontraron triste; le preguntaron si era una angustia de amor. Soares respondió que estaba enfermo. Las cortesanas del local creyeron que era de buen gusto también permanecer tristes. La consternación fue general.
Uno de sus amigos, José Pires, propuso un paseo al hermoso barrio de Botafogo para distraer las melancolías de Soares. El joven aceptó. Pero el paseo a Botafogo era tan común que no podía distraerlo. Sugirieron ir al morro Corcovado, idea que fue aceptada y ejecutada inmediatamente.
¿Pero qué cosa podría distraer a un joven en las condiciones de Soares? El viaje al Corcovado apenas le produjo una gran fatiga, por cierto útil, porque, al volver, el joven durmió profundamente.
Cuando despertó mandó decir a Pires que viniera a hablar con él inmediatamente. De ahí a una hora paraba un carro a la puerta: era Pires que llegaba, pero acompañado de una joven morena que respondía al nombre de Vitória. Entraron los dos por la sala de Soares con la franqueza y el estrépito naturales entre personas de familia.
—¿No está enfermo? —preguntó Vitória al dueño de la casa.
—No —respondió este—; pero ¿por qué vino usted?
—¡Qué buena! —dijo José Pires—; vino porque es mi taza inseparable… ¿Querías hablar conmigo en particular?
—Quería.
—Pues hablemos ahí en cualquier rincón; Vitória puede quedarse en la sala viendo los álbumes.
—Para nada—interrumpió la joven—; en ese caso me retiro. Mejor así; solo impongo una condición: que ambos vayan después allá a la casa; tenemos un banquete.
—¡Está bien! —dijo Pires.
Vitória salió; los dos jóvenes se quedaron solos.
Pires era del tipo de persona entrometida e insensata. Husmeándole chismes se preparaba para instruirse sobre todo. La confianza de Soares lo deleitaba e intuía que el joven iba a comunicarle algo importante. Para eso asumió un aire condigno con la situación. Se sentó cómodamente en una silla con reposabrazos; puso la empuñadura del bastón en su boca y comenzó el ataque con estas palabras:
—Estamos solos; ¿para qué me quieres?
Soares le confió todo; le leyó la carta del banquero; le mostró su miseria en toda su desnudez. Le dijo que en aquella situación no veía solución posible y confesó ingenuamente que la idea del suicidio lo había alimentado durante largas horas.
—¡Un suicidio! —exclamó Pires—; estás loco.
—¡Loco? —respondió Soares—; sin embargo no veo otra salida en este callejón. Además, apenas es medio suicidio porque la pobreza ya es media muerte.
—Concuerdo con que la pobreza no es cosa agradable, incluso creo que…
Pires se interrumpió; una idea súbita había atravesado su espíritu: la idea de que Soares acabara la conferencia pidiéndole dinero. Pires tenía una norma en su vida: no prestar dinero a los amigos. No se presta sangre, decía él.
Soares no se dio cuenta de la frase interrumpida del amigo y dijo:
—Vivir pobre después de haber sido rico… es imposible.
—En ese caso, ¿para qué me quieres tú? —preguntó Pires. Le pareció que era bueno atacar al toro de frente.
—Para un consejo.
—Será inútil, pues ya tienes una idea fija.
—Tal vez. Sin embargo, confieso que la vida no se deja con facilidad, así sea mala o buena, siempre cuesta morir. Por otro lado, ostentar mi miseria delante de las personas que me vieron como un rico es una humillación que yo no acepto. ¿Qué harías tú en mi lugar?
—Hombre —respondió Pires—, hay muchos medios…
—A ver.
—Primer medio. Ve a Nueva York y busca una fortuna.
—No me conviene; en ese caso me quedo en Río de Janeiro.
—Segundo medio. Cásate con una mujer adinerada.
—Es fácil decirlo. ¿Dónde está esa mujer?
—Busca. ¿No tienes una prima a quien le gustas?
—Creo que ya no le gusto; y además no es adinerada; apenas tiene treinta millones; gastos de un año.
—Es un buen principio de vida.
—Para nada; otro medio.
—Tercer medio y el mejor. Ve a la casa de tu tío, gánate su consideración, dile que estás arrepentido de tu vida pasada, acepta un empleo, en fin, ve si te constituyes su heredero universal.
Soares no respondió; la idea le pareció buena.
—¡Apuesto a que te agrada el tercer medio! —exclamó Pires riendo.
—No es malo. Acepto; y sé bien que es difícil y tomará tiempo; pero yo no tengo muchas opciones.
—Felizmente —dijo Pires levantándose. Ahora lo que se quiere es un juicio. Ha de costarte el sacrificio, pero recuerda que es el único medio para que tengas una fortuna dentro de poco tiempo. Tu tío es un hombre proclive a las enfermedades; cualquier día estira la pata. Aprovecha el tiempo. Y ahora vamos a la cena de Vitória.
—No iré —dijo Soares—; quiero acostumbrarme desde ya a vivir una nueva vida.
—Bueno; adiós.
—Mira; te confié esto solo a ti; guárdame el secreto.
—Soy una tumba —respondió Pires bajando las gradas.
Pero al día siguiente ya los jóvenes y las chicas sabían que Soares iba a volverse ermitaño… por no tener nada de dinero. El propio Soares observó esto en el rostro de sus amigos. Todos parecían decirle: ¡Qué pena!, ¡qué parrandero vamos a perder! Pires nunca más lo visitó.