«O segredo de Augusta«, de Joaquim Maria Machado de Assis.
Traducido por Pablo Alejos Flores.
En esta historia se tocan temas relacionados a la juventud de las mujeres, ya que ellas «no deberían desaprovechar su juventud sin asegurarse un novio», como se creía y en algunas familias se sigue creyendo.
Durante la conversación de las supuestas damas y mujeres hechas, Augusta y Carlota, una menciona que las muñecas de la infancia son sustituidas por los enamorados, como si se tratara de un reemplazo de entretenimiento.
Podemos aprender qué era considerado importante para las mujeres en la clase alta de Río de Janeiro: los vestidos, leer novelas rosas, cuidar de su apariencia, ser recatada, modesta externamente, etc.
Por cómo se describe al esposo, sabemos que para el narrador (y seguramente para la gente de la época también), era considerado elegante tener las facciones maduras y los vellos grisáceos, lo que daba un toque de seriedad a un hombre.
Y estas descripciones son burlescas, claro, pues solo se tratan de apariencias de los personajes para encajar en la sociedad. Dejando de lado lo que aparentan, descubriremos lo que esconden.
Otro aspecto, que se conserva hasta el día de hoy hasta cierto punto, es la diferencia de vida y la percepción de lo «bueno» entre el campo y la ciudad. La gente del campo mostrada como rústicos, sin interés por la elegancia, y la gente de la ciudad más elegante y fingida.
Este cuento es parte de Contos Fluminenses o Cuentos de Río de Janeiro.
A continuación comparto una muestra gratuita del libro electrónico disponible en Amazon.
CAPÍTULO PRIMERO
Son las onces de la mañana.
Dña. Augusta Vasconcelos está reclinada sobre un sofá, con un libro en la mano. Adelaide, su hija, desliza los dedos por el teclado del piano.
—¿Papá ya despertó? —pregunta Adelaide.
—No —responde su madre sin levantar los ojos del libro.
Adelaide se levantó y se acercó a Augusta.
—Pero ya es muy tarde, mamá —dijo ella—. Son las once. Papá duerme mucho.
Augusta dejó caer el libro en su regazo y dijo mirándola:
—Es que seguro se acostó tarde.
—Ya noté que nunca me despido de papá cuando me voy a acostar. Siempre anda afuera.
Augusta sonrió.
—Eres una campesina —dijo ella—; duermes con las gallinas. Aquí la costumbre es otra. Tu padre tiene que trabajar de noche.
—¿Es política, mamá? —preguntó Adelaide.
—No sé —respondió Augusta.
Comencé diciendo que Adelaide era hija de Augusta, y esta información, necesaria en la novela, no era menos importante en la vida real en que sucedió el episodio que voy a contar, porque, a primera vista, nadie diría que ahí estaban madre e hija; parecían dos hermanas, así de joven era la mujer de Vasconcelos.
Augusta tenía treinta años y Adelaide, quince; pero comparativamente la madre hasta parecía más joven que la hija. Conservaba la misma frescura de los quince años y tenía, además, lo que le faltaba a Adelaide: la conciencia de la belleza y de la juventud; conciencia que sería loable si no tuviera como consecuencia una inmensa y profunda vanidad. Su estatura era mediana, pero imponente. Era muy alba y muy rubicunda. Tenía el cabello castaño y los ojos azules verdosos. Las manos largas y bien hechas parecían creadas para las caricias de amor. Augusta empleaba mejor sus manos: las cubría con pieles muy finas.
Todos los encantos de Augusta estaban en Adelaide, pero aún no germinaban. Se podía predecir que a los veinte años Adelaide competiría con Augusta; pero, por ahora, la niña tenía unos restos de la infancia que no realzaban los elementos que la naturaleza había puesto en ella.
No obstante, era bien capaz de enamorar a un hombre, sobre todo si se trataba de un poeta a quien le gustaran las vírgenes de quince años, incluso porque era un poco pálida, y se sabe que los poetas, en todas las épocas, siempre se han rendido ante las criaturas descoloridas.
Augusta vestía con suprema elegancia; gastaba mucho, es verdad; pero aprovechaba bien los enormes gastos, si acaso eso es aprovecharlos. Debemos reconocer en ella una cosa: Augusta no regateaba nunca; pagaba el precio que le pedían por cualquier objeto. En eso ponía su grandeza y creía que el procedimiento contrario era ridículo y de baja condición.
En cuanto a esto, Augusta compartía los mismos sentimientos y servía a los intereses de algunos mercaderes, los cuales saben que reducir el precio de sus mercaderías es una deshonra.
El proveedor de telas de Augusta, cuando hablaba con respecto a esto, solía decirle:
—Pedir un precio y luego entregar la mercadería por otro precio menor, es confesar que uno tenía la intención de estafar al cliente.
El proveedor prefería hacerlo sin confesarlo.
Otro aspecto que debemos reconocer era que Augusta no ahorraba esfuerzos para que Adelaide sea tan elegante como ella.
No era pequeño el trabajo.
Adelaide, desde los cinco años, había sido educada en el campo, en casa de unos parientes de Augusta, más dados al cultivo del café que a los gastos en vestidos y ropa.
Adelaide fue educada en esos hábitos e ideas. Por eso, cuando llegó a la corte —a Río de Janeiro— donde volvió a reunirse con su familia, hubo para ella una verdadera transformación. Pasaba de una civilización a otra; vivió, en una hora, una larga serie de años. Lo que le sirvió de ayuda es que tenía en su madre a una excelente maestra. Adelaide se reformó y, el día en que comienza esta narración, ya era otra; aunque todavía estaba muy lejos de ser como Augusta.
En el momento en que Augusta respondía la curiosa pregunta de su hija acerca de las ocupaciones de Vasconcelos, paró un carro a la puerta.
Adelaide corrió hacia la ventana.
—Es Dña. Carlota, mamá —dijo la niña volviendo adentro.
De ahí a unos minutos entraba a la sala Dña. Carlota en cuestión. Los lectores llegarán a conocer a esta nueva personaje con la simple indicación de que era un segundo volumen de Augusta; bella, como ella; elegante, como ella; vanidosa, como ella.
Todo esto quiere decir que ambas eran las más afables enemigas que puede haber en este mundo.
Carlota venía a pedirle a Augusta que vaya a cantar en un concierto que iba a dar en casa, concebido por ella con el fin de inaugurar un magnífico vestido nuevo.
Augusta, de buena voluntad, accedió al pedido.
—¿Cómo está su marido? —le preguntó ella a Carlota.
—Fue a la Plaza de Comercio; ¿y el suyo?
—El mío duerme.
—¿Cómo un bebe? —preguntó Carlota sonriendo maliciosamente.
—Así parece —respondió Augusta.
En este momento, Adelaide, que por pedido de Carlota había ido a tocar un nocturno al piano, volvió al grupo.
La amiga de Augusta le preguntó:
—¿Apuesto a que ya tiene un novio a la vista?
La niña se sonrojó mucho y balbuceó:
—No hable de eso.
—¡Pues tiene que tener! O si no, se aproxima a la época en que debe tener un novio, y yo ya le profetizo que será bonito…
—Es muy pronto —dijo Augusta.
—¡Pronto!
—Sí, está muy niña; se casará cuando sea tiempo, y ese tiempo está lejos…
—Ya sé —dijo Carlota riendo—, quiere prepararla bien… Apruebo su intención. Pero, en ese caso, no le quite las muñecas.
—Ya no las tiene.
—Entonces es difícil impedir que tenga enamorado. Una cosa sustituye a la otra.
Augusta sonrió y Carlota se levantó para salir.
—¿Tan pronto? —dijo Augusta.
—Tengo que; ¡adiós!
—¡Adiós!
Intercambiaron unos besos y Carlota salió en seguida. Inmediatamente después, llegaron dos cajeros: uno con unos vestidos y otro con una novela; eran encomiendas hechas el día anterior. Los vestidos eran carísimos y la novela tenía este título: Fanny, por Ernesto Feydeau.