Ayaymama (Leyenda amazónica)

Adaptación de la leyenda titulada «Ayamaman» en el libro «Mitos, leyendas y cuentos peruanos», edición de José María Arguedas y Francisco Izquierdo Ríos. Esta leyenda fue recogida por Irene Izquierdo Ríos en Saposoa, capital de la provincia de Huallaga, departamento de San Martín, Perú.

Photo shown above by The Lilac Breasted Roller from Sullivan’s Island, United States – Common Potoo (Nyctibius griseus), CC BY 2.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=3359738


Ayaymama[1] (San Martín)


Ayamamay,
wischusqam kaniku!

(«¡Madrecita muerta, estamos perdidos!»)

De tal manera cantan en las noches oscuras unos pajarillos en la selva amazónica, más que canto es un lloro triste.

Esos pájaros fueron antes dos niños: un varoncito y una mujercita. Su madre había muerto, dejándolos muy pequeños todavía. Su padre los quería mucho al principio, pero cambió por completo cuando volvió a casarse. Su nueva esposa llegó a dominarlo hasta el extremo de que parecía su esclavo. Él ya no se preocupaba por sus hijos y aquella mujer tenía un odio feroz hacia los niños, los trataba con el mayor desprecio y los obligaba a trabajar más de lo que podían resistir sus fuerzas. Y las cosas empeoraron cuando esa mujer tuvo un hijo. Entonces, en una ocasión, después de la comida dijo a su marido:

—Oye, somos muy pobres, vamos a tener más hijos y no vamos a poder vivir así. Debemos deshacernos de estos tus dos hijos haraganes. No sirven para nada, son unos inútiles, solo sirven para comer.

El hombre, ante tamaña proposición, protestó; pero luego accedió como en todo lo que le pedía su pérfida mujer.

Esta le siguió diciendo:

—Mañana muy temprano los llevarás lejos, bien adentro de la selva, y allí los dejarás.

El varoncito, que en ese momento se encontraba detrás de la cocina, junto a la pared, oyó toda la conversación; aún así no le contó nada a su hermanita. Esa misma noche cogió de la barbacoa dos mazorcas de maíz, las desgranó y llenó sus bolsillos sabiendo que al siguiente día les serían útiles.

Al amanecer, aquel hombre llevó a sus hijos al bosque. Cuando habían caminado ya bastante y se encontraban lejos, muy lejos, les dijo a los muchachos que él tenía que cortar un árbol, que lo esperasen allí un momentito, pero no volvió más. La niña se puso a llorar, su hermano la consoló y la condujo al sitio por donde habían venido, por ahí encontraron los granos de maíz que él fue regando y que, por fortuna, no habían sido comidos por los animales de la selva.

Por fin llegarían a su casa para la cena —que, en realidad, eran sobras nada más.— Su madrastra, al verlos, se encolerizó y le echó la culpa a su marido diciéndole que no los había dejado lo suficientemente lejos.

Por segunda vez, su padre los sacó de su casa y esta vez los llevó mucho más lejos, les engañó diciendo que lo esperasen, que iba a regresar pronto; pero los niños ya sabían que no era cierto, que él no volvería. Se quedaron abandonados, rodeados solamente por la naturaleza.

Tigres y víboras pasaban por su lado mirándolos, sin hacerles daño; los monos, gritando y saltando, arrojaban frutos maduros desde los árboles, al igual que los guacamayos. Los niños estaban en la selva como en un palacio encantado. Esta, con sus árboles y animales, los acogió amorosamente —había algo de sobrenatural en ello.

Llegó la noche y los niños durmieron bajo una mata de bombonaje, cuyas hojas parecen paraguas. En sueños vieron que una linda mujer, blanca como la Luna, de larga cabellera dorada y vestida con ropas cristalinas, los cuidaba y les decía que no tuvieran miedo. Al amanecer se pusieron a andar por la selva, sin ningún temor, y así vagaron por muchos días; hasta que una noche se durmieron bajo las aletas[2] de un renaco[3] y soñaron que eran pajarillos y que junto con otros de su especie estaban comiendo los frutos rojos de dicho árbol. En efecto, el hada[4] que los cuidaba, para ahorrarles sufrimientos, los había transformado en pajarillos. Estos, al encontrarse en esa condición, lo primero que pensaron fue regresar a su casa volando. Y por la noche, cuando salía la Luna, llegaron a ella y, posándose en el techo, cantaron a coro, tristemente:

Ayamamay,
maypitaq
kachkanki?!

(«Madrecita muerta, ¡¿en dónde estás?!»)

Su padre, que estaba sentado en el umbral de la casa, arrepentido ya de lo que había hecho, se levantó y, como un loco, les dijo:

—¡Hijos míos, acérquense, los extrañé!

Pero ellos, al no encontrar a su madre, regresaron a la selva, donde se sentían más tranquilos.

El padre se quedó sollozando al no ver más que unos pajarillos alejándose, sabía muy en el fondo de su corazón que no volvería a ver a sus pequeños.


[1] Es el nombre de unos pájaros nocturnos de la selva. Estos andan en pareja, macho y hembra. Su canto es como un lloro quejumbroso, muy semejante a la voz quechua ayamama, cuya traducción es «madre muerta» (aya, «muerto, cadáver»; mama, «madre»). Hay muchas versiones sobre esta leyenda, aunque ninguna de ellas presenta variante sustancial del asunto.

[2] En la selva se llaman así a las raíces anchas y sobresalientes que tienen algunos grandes árboles.

[3] Árbol frondoso, con grandes y anchas raíces sobresalientes y pequeños frutos rojos. Tiene aspecto sombrío. Crece en la selva y en las afueras de las poblaciones. Las personas de la región creen que en él viven los demonios y afirman que es posible escuchar el rumor de sus voces, sobre todo durante el característico ambiente atmosférico que precede a la lluvia. Es motivo de muchas supersticiones.

[4] En algunos relatos de la selva figura el hada, personificada generalmente en brujas benévolas, que no hacen daño.

Referencias

Arguedas, J. y Izquierdo, F. (1947). Mitos, leyendas y cuentos peruanos. Edición 2011. Lima: Santillana S. A.


Licença Creative Commons

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional. «Ayaymama», una leyenda adaptada por Pablo Alejos Flores.

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